La semana pasada vimos y discutimos To Be or Not To Be en la que la filosofía cómica se construye a base de puertas que se abren y se cierran. Puertas que dan paso a un ser o a un no ser, a una realidad o a una ficción, a una verdad o a una mentira. O, mejor dicho, las puertas en la peli de Lubitsch giran y giran hasta revolucionar y pulverizar estas divisiones con las que buscamos fijar el mundo. Esta semana con O Convento otra película de puertas, una película que no deja de entrar, penetrar, dar acceso… para frustrar toda revelación.
Esta semana en el cineclub: O Convento, dir. Manoel de Oliveira, 1995 (90 mins.) La semana pasada vimos y discutimos To Be or Not To Be en la que la filosofía cómica se construye a base de puertas que se abren y se cierran. Puertas que dan paso a un ser o a un no ser, a una realidad o a una ficción, a una verdad o a una mentira. O, mejor dicho, las puertas en la peli de Lubitsch giran y giran hasta revolucionar y pulverizar estas divisiones con las que buscamos fijar el mundo. Esta semana con O Convento otra película de puertas, una película que no deja de entrar, penetrar, dar acceso… para frustrar toda revelación. Esta peli podría ser vista como un documental sobre distintos tipos de umbrales y sus usos en el cine - enmarcar, ritmar, suspender, jugar, contrastar luz y oscuridad. No son las puertas giratorias de la comedia clásica, aunque sí que hay una escena lubitschiana construida a base de portazos amorosos en un pasillo nocturno. Lo que abundan aquí son los umbrales que no dejan de dar paso a lo misterioso. Los personajes no paran de entrar, o intentarlo, a los misteriosos espacios sin tiempo que construyen la geografía de esta película: un convento, una biblioteca, una cueva, un bosque. Cuento documental que hace de estos lugares los protagonistas de la película. Como ese bosque jurásico en el que ‘las ramas protegen la oscuridad de los peligros del sol prehistórico’ que esconde un ‘abismo de los instintos’. Lugares habitados por fuerzas del mal y del bien que agitan sin descomponer a los personajes. Personajes apenas de carne y hueso; tipos. Los masculinos aparecen particularmente ridiculizados: el profesor (John Malkovih) que busca ser inmortal con su investigación acerca de los supuestos orígenes españoles de Shakespeare, un diablo enamoradizo fácilmente manipulable (Luis Miguel Cintra). Frente a ellos, la belleza y fuerza (Catherine Deneuve) y el ángel que desarma (Leonor Silveira). Estos personajes son piezas de un puzle argumental mínimo basado en atracciones y rechazos. Espectros apasionados que desaparecen en el viejo bosque o en una vida ordinaria. Porque los espacios a los que acceden son misteriosos sin ser particularmente reveladores o transformativos. El misterio no es aquí una transcendencia sino que acaba por vivirse como ocultismo. El misterio al que acceder esta continua y suavemente desmitificado. De una cueva a otra cueva y a otra todavía más subterránea - poesía, ironía, cine de Oliveira.
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Esta semana en el cineclub: SER O NO SER La comedia de la semana pasada nos metía en la casa de una familia de la alta sociedad, divertidamente alocada, cuyos protagonistas femeninos intentaban ser presentadas al espectador con un punto de agradable humor blanco. Entre ellas, Irene era el personaje interpretado por Carol Lombard. La hija de una familia de la alta sociedad, con una percepción muy inocente y superficial de las situaciones que ocurrían a su alrededor. Entrañable a su manera, aunque el caso es que a algunas de nosotras no consiguió encariñarnos. En el escenario de la Gran Depresión, ¿que Irene nos guste, quizá es un placer que no queremos permitirnos?. En Ser o no ser también trabaja Carol Lombard, haciendo de una famosa actriz polaca, María Tura. Pero el punto de conexión que nos llevó a la película de Lubitsch es el del marido de María, Joseph Tura. Como Irene, durante la peli, algunos gags se nutren de que Joseph no se entera muy bien de lo que está pasando a su alrededor. También coinciden las dos pelis en que representan momentos sociales delicados. Momentos sociales muy traumáticos porque tanto en la Varsovia ocupada, como en la Gran Depresión, no era raro perderlo todo o ser muerto, víctima del transcurrir de los tiempos. (Como en la actual crisis financiera). -Usted es bastante famoso en Londres, ¿sabe?, ¿y sabe cómo le llaman? Le llaman "campo de concentración" Ernhart. (ríen) Pero Ser o no ser es una comedia. Como pasaba con El gran dictador, ahí está la gracia. Y las grandes posibilidades de la peli, inadvertidas para el que quiera ver en ella solo una (valiente, por otra parte) sátira política. Lo que nos van a contar aquí va más allá de la "la fina ironía" con la que Lubitsch ataca una realidad que no le gustaba un pelo. La ironía está ahí, claro. De hecho, en la película muchas veces la toma de posición va más allá de la "fina ironía" y entra en la cómica, descacharrante burla del fascismo y de la disciplina. Pero todo eso no es más que el principio. Nuestro entrañable despistado, Joseph Tura, se encuentra uno tras otro con ciertos desconciertos, sustos y sorpresas, que tienen que ver con la manera que otros personajes viven las insinuaciones sexuales, la seducción, la fama, la camaradería, o el compromiso social. Parte del por qué la historia es tan seductora estará en este buen gusto para tratar con infinito mimo a protagonistas y secundarios, siempre dibujados con unas pocas pinceladas que son mucho más que suficiente para conocerlos y verles por dentro. -No lo creerías pero puedo lanzar dos toneladas de dinamita en dos minutos. -¿En serio? Y en medio de esto, al igual que casi todos los demás personajes, Joseph Tura es actor. Interpreta. Interpreta a Shakespeare. Y a coroneles de la Gestapo. Hace teatro. A veces le sale bien y a veces es el propio carácter sorprendido y desconcertado de Joseph el que arrebata el interpretanda al interpretador. A veces su ego se ve dañado, aunque solo un poquito. A veces es tan vivrante que la historia que nos están contando de pronto empieza a hablar de la pésima forma de interpretar que tienen los nazis de verdad, y arroja luz sobre los protagonistas del terror. ¿Es que esta gente no eran otra cosa que pésimos actores al servicio de una incongruente y sangrienta puesta en escena? ¿Puede el teatro bélico e ideológico de la Segunda Guera mundial estar tan íntimamente relacionado con el oficio de actor, con el teatro y eso que se ha hecho sobre unas tablas hoy y también de hace 400 años? (El martes 26 de Mayo, Ser o no ser, de Ernst Lubitsch, en CSOA La Morada, a las 20:00) Parecía un juego, pero era una cosa muy seria. Un juego insensible de ricachones frívolos, alentados a corretear por calles destartaladas en lugar de galerías suntuosas, encontrar a uno de esos olvidados indigentes maltratados por la Depresión, y traerlo como trofeo a la lujosa pista de baile para su exhibición. Como toda historia, My Man Godfrey (Gregory La Cava, 1936) tiene sus protagonistas. La inocente ricachona es Irina, interpretada por una adorable Carole Lombard. El áspero mendigo se hace llamar Godfrey, encarnado por un exquisito William Powell. La pareja de actores venía de divorciarse, tras tres años de matrimonio tres años atrás. La pareja de personajes iba a encariñarse, tras tres minutos de conversación y poco más. Con Godfrey de la mano Irina gana el concurso, así que decide ofrecerle un trabajo de mayordomo, por aquello de tenerle a mano. Él acepta, al parecer más por curiosa diversión que por imperiosa necesidad. Y se inicia así otro juego peligroso, casi “El juego más peligroso”, donde el cazador se convierte en presa, y viceversa, varias veces. Una premisa inicua para una comedia deslumbrante, caritativa, afectuosa, de burgueses de mente alocada y mendigos de espíritu sofisticado, donde el misterioso visitante rescatado de la ribera equivocada del río pone orden sin imponerlo, como por arte de magia, en una familia disfuncional cuyos miembros pueden permitirse el lujo del desorden. Una hermana insidiosa (Gail Patrick), un padre refunfuñón (Eugene Pallette) y una madre ostentosa (Alice Brady) completan la fotografía familiar, junto a un hambriento ‘protégé’ (Mischa Auer) y una sabia ‘domestique’ (Jean Dixon), por usar el refinado idioma de los vagabundos. Todos personajes memorables y actores estupendos (sería el primer filme en tener nominaciones a las cuatro categorías actorales de los Oscar, cuando los Oscar eran los Oscar), sobre los que se construye un amplio y divertido mapa de conflictos personales sin aspavientos estilísticos. En el centro, obviamente, la relación entre el encantador mayordomo y la enamorada señorita, que finge desmayos y reacciona con berrinches para llamar su atención, y que en más de una ocasión se declara deseosa de poder ‘coser sus botones’ o ‘ayudarle a fregar’, lo que para una ricachona como ella debe ser el culmen de la entrega romántica. Y no nos extraña, porque Godfrey limpia y sirve con una elegancia contagiosa, como si fuera la cosa más sofisticada en el mundo. Y aún tiene tiempo para ayudar a sus viejos amigos desposeídos por la crisis, y a sus nuevos amigos poseídos por el caos, porque a todos ellos debe su renovada confianza en la vida, sus nuevas ganas de emprender.
Y bueno, claro, todo termina de forma imposible pero plausible, digna de aplauso. Este martes, a las 20:00, en La Morada. “No vamos a vender nuestros recuerdos más bellos” En una ciudad alemana indeterminada, allá por los primerísimos años del siglo XX, un pintor, Claude Zoret, “máxima gloria del arte nacional”, vive en una casa inmensa, ornamentada hasta lo inimaginable, poblada por obras de arte y una peculiar familia: varios sirvientes, un mayordomo fiel y Mikaël, su ayudante-ahijado-adorado, el modelo de sus cuadros más admirados. En esta casa entre el ir y venir de críticos de arte, nobles y marchantes se introduce una princesa para encargar al gran maestro un retrato: “nunca pinto retratos por encargo, pero ya que está usted aquí, se lo haré”, una princesa sobre la que se rumorea que está arruinada y cuyos ojos se encuentran fulminantemente con los de Mikaël… …la semana pasada hablábamos de la asombrosa libertad que se lograba en la película El señor Shosuke Ohara a partir de una historia ya contada y cantada desde su inicio. En Mikaël no parece buscarse más modo de libertad, frente al fatalismo que se irradia desde el mito griego, el folletín o el teatro burgués decimonónico, que la posibilidad de narrar exactamente los entresijos de la improbable sostenibilidad de un triángulo amoroso, afrontando lo previsible a través de una forma de contar tan clara que casi parecería intentar deshacer por nitidez lo que presenciamos. Con un formalismo extremo y parco se da vida a un escenario que empieza pareciendo de teatro y termina cobrando una extraña vida, un espacio en el que se despliega una sofisticada retórica que parecería obedecer al lenguaje corporal inherente al cine mudo, pero que nos traslada la posibilidad de ver cómo las emociones pueden estallar en los ojos, materializarse en los cuerpos, casi hasta el éxtasis… Hay también en la película muchas otras cosas: humo de largos cigarros, un abanico de plumas para besarse mientras se contempla el lago de los cisnes de Tchaikovsky, una estatua griega observada por dos enamorados, como un bebé, la figura de un Cristo desproporcionado que parece estar sentado a la mesa, la monstruosa cabeza de una escultura de un arte clásico monumental o pequeñas caras de marionetas entre las que se encuentra una cara de Chaplin, una cara que Mikaël imita con su rostro… Contraposición entre el arte del pintor, de cuadros enormes, en salones enormes, aplastantes, en un clasicismo filmado hacia lo grotesco, y cierto eco de este arte tradicional en la narrativa de Dreyer, hasta el momento en que todo se rompe cuando el joven Mikaël interviene para pintar los ojos que se le resisten al afamado pintor y… ¡ah, que increíble momento! sobre el que no os quiero adelantar más…
antes de que lo veáis con vuestros propios ojos el próximo martes a partir de las 20.00 en la Morada. Cuando la película comienza, ya todo ha terminado. O, mejor dicho, ya nada tiene arreglo. Son los años cuarenta en un pueblo de Japón y el señor Sugimoto (ese es su verdadero nombre, el otro, Shosuke Ohara, es un mote, el nombre de un borrachín legendario sacado de una vieja canción), hijo y nieto de terratenientes, gentes de posibles y de prestigio, lo que aquí habría sido un señorito, ya no tiene tantos posibles y el prestigio se le agota, pues se ha gastado todo lo heredado, y más. En beber. En hacer favores. En beber de nuevo celebrando los favores hechos. Cuando la película comienza, ya nada tiene arreglo, y eso es una suerte, quizás no para el señor Sugimoto, eso ya lo veremos, pero sí para la película, le da una forma de libertad. Sabemos más o menos cómo va a acabar todo y lo que importa por ahora no es el final, sino los ratos a pasar mientras tanto, algo así como un vagabundeo de secuencia en secuencia, de problema en problema, de belleza en belleza. Un borrico por los caminos, unas elecciones a alcalde muy divertidas, unos niños subidos a un árbol, las alegrías del béisbol, un paseo bajo la lluvia, la mejor manera de esquivar a un acreedor, el truco infalible para ganar al go (que se parece mucho a la mejor manera de esquivar a un acreedor) y otras cosas y encuentros, a ratos tristes, a ratos divertidos... Sí, esta es una de esas película perezosas pero divertidas pero tristes... Es todo eso y no es nada de eso. Cuando uno quiere colgarle una palabra, clavarla con un alfiler bajo una etiqueta, como una mariposa en un corcho, echa a volar y se escapa, imposible de clasificar, demasiado ocupada en revolotear, para acá, para allá, sin orden ni concierto, según sople el viento, según salga el sol o amenace lluvia. Y lo mismo pasa con el señor Sugimoto, o con lo que nosotros pensamos de él ese hombre desarreglado, con el kimono medio abierto, mal afeitado, borrachín montado en su borriquín, que parece demasiado blando para enmendar la trayectoria de su propia vida, para cambiar el final de su propia película (aunque, aunque...), todo un experto en el arte de esquivar y aún así caerse, borrachín para lo bueno y para lo malo. Un hombre, en fin, que cuando ya no creemos en él va y hace algo bueno y cuando estamos dispuestos a quererlo sin condiciones va y hace algo que nos duele. Cuando la película comienza, ya todo ha terminado y eso, decía, le da una forma de libertad, sí, y esa libertad es como si nos la diese también a nosotros, no diciéndonos qué debemos pensar, qué posición debemos tomar, dándonos la libertad de no estar seguros de nada, como aprendiendo todo el aire y el espacio que quedan entre un sí y un no, sin saber siquiera cual es el centro y cual la periferia, la historia importante y las secundarias. Es una película que olvida las jerarquías, donde el más bello movimiento de cámara, ya veréis, no quiero adelantaros nada, está dedicado al que parece el más secundario de los personajes, alguien que aparece en la película poco a poco, como desde el fondo, y que al final es, en cierto modo, el más bello, el único que de veras puede decidir qué hacer con su vida. Hace falta, imagino, mucho arte o mucho amor, o de todo un poco, para lograr esta ligereza, para conseguir retratar la vida como con un gesto desenvuelto, como el señor Sugimoto hacía sus favores cuando tenía dinero, sin darle más importancia. Con la misma generosidad Shimizu inventa bellezas a cada plano, sin darse importancia, como compartiendo con nosotros su última botella. Y, al contrario que la fortuna de Sugimoto, la de Shimizu nunca se agota. Este martes, vengan, de humor vagabundo y amigable, a las ocho, al cine-club de La Morada. |
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