Escribo estas líneas para presentar Trash (Paul Morrissey, 1971) sin haber vuelto a ver la película en quince años y sin querer leer nada sobre ella, prefiero verla en grupo la semana que viene y ver que pasa. La película salió de la discusión de la semana pasada acerca de la situación ultraopresiva en los Estados Unidos en la década de los cincuenta, reflejada en la película que vimos, Bigger Than Life, y en tantos melodramas de la época. Nos preguntamos acerca de los cambios que ocurrieron en la sociedad norteamericana en los sesenta y setenta, y en el cine que los reflejó, pues estábamos necesitados de alguna grieta tras la muy cinemascope y muy dura película de Nicholas Ray. Entre esos cambios, mencionar el inicio del movimiento tlgb, con los disturbios de Stonewall en 1969. Y así pensamos en querer ver una película maricona o una película Black Panthers. Y así se llegó a Trash. Vi Trash a los veinte años. Ser maricón-de-veinte-años y disfrutar de Trash era todo uno entonces, supongo que lo sigue siendo. Como también lo fue disfrutar de pelis de John Waters y de George Kuchar y de Warhol y de Rosa von Praunheim y de My Own Private Idaho y Drugstore Cowboy. Trash es petarda, caricaturizante, irreverente, esta mal hecha, hay personajes e historias absurdas, hay muchas drogas, tiene glamour cutre, tiene ese cool underground velvetundergroundesco y warholesco. Tiene mucha verborrea, está llena de frases que luego se pueden repetir con las amigas. También se disfruta de la peli porque Joe D’Alessandro está buenísimo y su personaje está siempre desnudo pero es impotente de tanto que se mete, así que te despierta lujuria y amor maternal, todo en uno. Pero, también, recuerdo, por Holly Woodlawn, lo más impresionante de la película, magnifica intentando satisfacerse con una botella ya que al bueno de Joe no se le pone dura, o mandando a la mierda a un trabajador social fetichista. Hoy me pregunto si volver a verla me decepcionara. El mundo warholesco no me interesa ya casi nada. Pero quizá en las películas si que haya quedado lo mejor de ese mundo, una irreverencia siempre necesaria? Veremos. No se si estas no son preguntas de maricón treintañero – pero dejar de pensar en términos de edad y de generaciones, que ya nos meten mucha mierda con eso intentando limitar nuestros afectos y nuestras colaboraciones. En su momento ver la peli ayudó a algunas a pensarnos de otra manera. Me pregunto si habrá algo en este tipo de cine que abra algún espacio hoy, aunque sea el espacio de sentir una provocación, algo que nos de un poco de aire en esta constante ola de calor represivo en la que vivimos? Si no, no pasa nada, seguiremos buscando. Puede que con Holly como amiga.
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Nicholas Ray, uno de los tipos más periféricos del Hollywood de su generación, con apenas una década de producción en la industria, filma en 1956 el neurodrama Bigger Than Life. La película mantiene el mismo murmullo de fondo que el grueso de su obra, que bien se podría definir con un eslogan que recuerdo haber visto en la fotografía de una valla publicitaria con el que un abogado de EE.UU. tranquilizaba a sus potenciales clientes, "Just Because You Did It Doesn't Mean You're Guilty", consigna que se suscribe una y otra vez en las películas de Ray.
Las primeras imágenes sitúan al espectador a la salida de un colegio en un barrio de clase media de EE.UU. Gritos y carreras por escapar del edificio por parte de alumnos/as, chocan con el plano que presenta a Ed Avery (James Mason), profesor del centro, de espaldas, frotándose la nuca pendiente del reloj, que inmediatamente lo vemos salir para incorporarse a un segundo trabajo en una central de taxis. Pequeños ataques de asfixia y mareos se van sucediendo, causados aparentemente por la situación de estrés… La vida social de Ed está organizada en torno a sus colegas de trabajo, nada parece representar un problema, pero tampoco disparar la satisfacción. — Son aburridos. — Dice Lou Avery (Barbara Rush), su mujer. — Como nosotros. — Le responde Ed con total aceptación. La mediocridad de Ed se ve sacudida cuando sus ataques alcanzan un punto crítico, la inflexión se da en el umbral de su casa donde queda inmóvil agarrado al timbre, zumbido que anuncia la incursión de los encantos de las drogas que le llevarán elevar sus miras, y es que una vez en el hospital, concluyen por diagnosticarle un problema arterial que si no es tratado, lo sentencia como máximo a un año de vida. El tratamiento en cuestión es la hormona cortisona, un esteroide que conlleva el riesgo de desencadenar psicosis. Paralelamente, la vigorexia encarnada en Wally Gibbs (Walter Matthau), profesor de gimnasia del colegio y amigo de Ed, un hombre que se alimenta de filetes y batidos de proteínas, se hace responsable de velar por su colega cuando empieza a perder el tacto social. Ed, crecido por la euforia que descubre con la nueva droga, rápidamente, deja de ser el tipo aburrido que él mismo reconocía ser y comienza a dar rienda suelta a sus ideales pedagógicos, convirtiéndose en una figura siniestra dentro su casa, donde el más perjudicado es su hijo Richie Avery (Christopher Olsen). Cuando Samuel Fuller dirigió “The Naked Kiss” (me niego a llamarla por su título en español), ya hacía tiempo que había abandonado el cobijo y la tiranía de los grandes estudios, abrazando de lleno la libertad de la autoproducción y el bajo presupuesto. Una libertad que le permitió mostrarnos sin tapujos a esos personajes marginales (de márgenes), tan alejados de los convencionalismos morales de la biempensante sociedad norteamericana de la época (pasada o actual, lo mismo da), a los que tanto apego tenía. La escena inicial, uno de los momentos más maravillosos de la Historia (con mayúscula inicial) del Cine (otra vez), nos muestra a Kelly, prostituta de profesión y de confesión (en varias de sus siete acepciones), iniciando una ruptura con un pasado todavía presente que durará un par de años más, hasta acabar en la cama con el policía putero de Grantville, su pueblo de acogida, (“No caigas tan bajo. Aunque seas policía.”), mirarse al espejo, y prometerse “se acabó, que aunque puta tengo estómago”. Amén, hermana, yo particularmente no le desearía la experiencia ni a Susana Díaz. A partir de este momento comienza la huida de Kelly respecto al pasado o, como ella misma dice, intentar convertirse en uno de ellos. Pero este mundo al que pretende integrarse, o acaso visitar, tiene más sombras que luces, y nada parece ser lo que aparenta. La película como campo de batalla, tal como afirmaba Fuller, del que tampoco conviene olvidar que nunca consideró realismo y mesura como factores prioritarios en su obra (la realidad está sobrevalorada, como decía Marisa Paredes). Perteneciente al cine negro tardío, cabe destacar la figura femenina como protagonista absoluta de la cinta, algo prácticamente insólito para el género y la época que nos ocupan, tan carentes de matices en no pocas ocasiones. Una protagonista que no escatima en recursos; ahora el sexo, después el alpiste como consejero (¡ni una mujer rota sin su botella!), más tarde (y más temprano) su poquito de violencia, presente ésta en toda la obra del director siempre en su vertiente más emocional, como nunca se cansó de predicar. Jamás mujer alguna resultó tan elegante al curtirle el lomo a otra dama (ejem), despeinarse lo justo (o sea, nada), y a otra cosa, Candy, tía, que me espera mi novio. Nada en esta película, tan excesiva y tan de excesos, te dejará indiferente. Es posible que Fuller no tenga obras redondas, pero tampoco le hacen falta. Una obra, como bien dice uno de sus personajes, de gente anormal; como tú y como yo.
Todas estas personas que mencionas Sí, las conozco, son bastante banales Tuve que reapañar sus caras Y darles a todas otro nombre Ahora mismo no puedo leer muy bien No me mandes más cartas, no No a menos que me las envíes Desde la calle de la desolación Es todo muy sencillo. Es la historia de una chica, Mary, que ha crecido en un internado. Su hermana, Jacqueline, que vivía en la gran ciudad y pagaba sus estudios, ha desaparecido. Así que Mary sale por primera vez al mundo exterior, para buscar a Jacqueline. Una pequeña, muy pequeña, película de misterio de los años cuarenta. "Mary en la gran ciudad" o "Mary y el misterio de la marca de cosméticos" o "Mary y los satanistas no-violentos".Todo podría ser muy sencillo, sí, y sin embargo es una película extrañísima. No sé el por qué. Tras el misterio de la desaparición de Jacqueline se oculta otro mucho más complicado: ¿de qué demonios va esta película? Todo es extraño, desde el principio: del internado apenas vemos una gran escalera y unas vidrieras como de una edad media opiácea, mientras oímos voces y cantos de niñas que quizás vengan de las aulas cercanas, pero que suenan como si llegasen del más allá. Luego, mientras Mary busca a Jacqueline en la ciudad, aparecen personajes que al poco desaparecen, a veces no tienen más de tres planos, pero lo poco que dicen, o sus miradas, o sus voces, parecen gritar su soledad y su miedo. Como si estuviesen atrapados en el curso de su propia desaparición. Ved: ¿Veis? ¿Veis la mirada de la mujer que está de pie? En breve no la volveremos a ver, en breve nadie se acordará de ella, y sin embargo qué mirada más preocupada, más desesperada. Apenas dice unas frases, pero esas frases gritan suavemente, gritan murmurado, gritan toda una vida encerrada en el internado, de la infancia a la edad adulta a la muerte por llegar. Hay también la voz y la silueta de una anciana que vende periódicos y declama noticias de asesinatos en la noche, apenas un instante. Hay, durante un poco más de tiempo, un detective, Irving August, al que el abrigo y la nariz le vienen grandes. Hay un poeta que desde hace diez años no publica y que cena todas las noches en un restaurante llamado el Dante, una mujer que tose, un psicólogo que se quiere cínico, una chica a la que ni siquiera vemos, pero que fue amada y perdida diez años antes, un galán imposible de recordar de tan normal que es y unos señores y señoras que son una secta más o menos satánica bastante ridícula, (aún más ridícula que el mefistófeles en su despacho de tiniebla roja de la semana pasada) y que sin embargo no por ridículos son menos peligrosos. (No olvidar esto, lo ridículo no excluye lo peligroso.) Todos son muy poca cosa. Todos, más o menos, son personas desaparecidas. Tan desaparecidas como la perdida Jacqueline. A algunas apenas las entrevemos. Otras están ahí hasta el final. Todas gritan, gritan en silencio algo que no es del todo miedo ni soledad, algo que yo no sé nombrar. Alrededor de ellos están las sombras. Sombras de esas que dan miedo, que asustan. Esta es también una película de miedo. Miedo en el metro, miedo en la calle, miedo en un pasillo oscuro. Aprenderemos quizás que más aterrador que ser perseguida por una calle desierta es ser perseguida por una calle donde nadie te ayuda y donde a nadie te atreves a pedirle ayuda. Es una película donde hasta cuando es de día parece que es de noche. Una de esas noches silenciosas donde se estremece el corazón sin saber muy bien porqué. Por puro silencio. Por puro sinsentido. Noches como de antes de la invención del sentido.
También nacen un amor y una amistad. El amor es bastante cruel, la amistad es bastante entrañable. Y aparece una fábrica de cosméticos llamada "La sagesse", sí, "La sabiduría". Todo es realmente extraño. Y si digo y repito todo lo que hay es porque todo ello gira en torno a un centro vacío, algo que no sé nombrar. Quizás este martes, a las ocho, en el cine-club de la Morada, encontremos la palabra. |
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