¿Se puede habitar en el paraíso? ¿Y en caso de haberlo visto, podríamos regresar en un futuro remoto? Una confusión perversa latía en el paraíso de Tabu (F.W. Murnau, 1931): una pareja enamorada ya no podía vivir ni volver a él porque, para preservar su misma existencia, el paraíso exigía el sacrificio de su amor.
Sí, definitivamente el paraíso encierre una paradoja, como descubre Cécile en Bonjour tristesse (Otto Preminger, 1958): solo existe como un relato que contamos como pasado irremediable.
Recordar lo irremediable, bordear el delirio del tiempo: porque, aunque el paraíso esté ya para siempre cerrado, no podemos renunciar a buscarlo en las imágenes interiores y coloridas que de él tengamos:
Al principio de verme aquí sola me aconsejaba a mí misma: “Ya no he de recordar nada, porque ya no hay remedio”. Pero, por eso, porque ya no hay remedio, no se me olvida nada. (Gabriel Miró)
En Bonjour tristesse Cécile recuerda un verano donde jugaba a perder el paraíso tras perderse en él, descubriendo una condición esencial que impone el paraíso: necesitamos perderlo para poderlo decir, para conseguir, en cierto modo, tenerlo seguro, definitivo. Y decirlo a su vez nos consume, impone el duelo, el blanco y negro, el color del luto con el que se abre y cierra la película, en contraposición con el color con el que se tiñe un verano pasado. Esa es la primera audacia de Preminger: que para que el recuerdo viva en nosotros nosotros debamos vivir menos que él. La segunda audacia de Preminger relanza la primera, la dice con más fuerza para contarla como cada primera vez. El cinemascope empleado en Bonjour tristesse enlaza el paisaje evocado con el rostro presente de Cécile, mientras baila ausente o, finalmente, se mira en el espejo, incapaz de reconocerse, porque el tiempo ha pasado y el espejo ya no devuelve nada radiante, al contrario, está lleno de lágrimas, en lo que es la consecuencia de que quizás haya hecho de toda su vida una representación permanente.