A la pregunta de por qué nuestra vida la domina el desencanto, la angustia, el miedo a la guerra o la guerra; Pasolini decide contestar, como no podría ser de otra manera en él, con un poema. Sin orden cronológico, ni lógico, distintas voces van generando un molde que se superpone a cada una de las imágenes elegidas, buscadas, consiguiendo vaciar no sólo dichas imágenes, sino también las propias palabras: el vaciado como modo de verter contenido a las cosas, de configurar o dar forma a un poema, es decir, de construir pura forma.
En esa relación de imágenes y texto, en ese intercambio de contenido, podemos ver cómo funciona la correlación entre lo dicho y lo mostrado. Una correspondencia donde se percibe un equilibrio irregular entre las partes, pero en la que existe una conexión respetuosa, como si una se soportase en la otra, como si una soportase a la otra; esto es, como imbricadas o acopladas, nunca pegadas o mezcladas. Lo más parecido a un juego de resistencias, un baile donde se rebasan los cuerpos, pero sin perder el sostén desde el que se postula, en otras palabras, sin perder la posición.
La manera de remarcar insistentemente el lugar desde donde se habla será el eje para comprender la imposibilidad de encontrar un terreno imparcial, neutro, ya que tanto en la palabra como en la imagen se despliega una actitud irreconciliable hacia lo estéril. La pasión será la postura que confrontará a una pretendida indiferencia: “Sí, voz de los industriales, voz de la imparcialidad fingida. Se vuelven poetas porque la poesía es pura forma, voz del formalismo incorregible.” Este formalismo incorregible será el que nos desborde, el que se convierta en método para sobrepasarnos a cada fotograma, a cada palabra y con el que consigamos extraer la esencia, alcanzar la forma.