Marie tiene un pasado, un petate, una petaca, dos faldas y claustrofobia. Marie tiene un amor, Julien. Julien es Pierre Clémenti y Marie es Bulle Ogier y son dos niños perdidos del 68 y esto es bello porque quizás alguien se lo estuviera preguntando, ¿qué fue de los niños perdidos y de sus aventuras incompletas? Bueno, pues aquí están. Y siguen vivos.
Baptiste tiene una navaja con la que arranca las miradas vigilantes de los carteles publicitarios y no parece tener un pasado: se mueve, habla, piensa muy distinto de su madre que no es su madre en la película, se mueve, habla, piensa con ligereza. Lucha contra un dragón de parque de atracciones por pura juventud, cuánto escepticismo para conformarse con lo que existe y qué increíble, de verdad, todo lo que aparece cuando un cineasta no pretende comunicar nada.
Marie relatora y Baptiste karateka, predicados imprevisibles, mujeres sin identidad, mujeres que desafían cualquier noción de clase y son abandonadas a la destrucción de París, que no pueden parar, ruedan como los automóviles, como la actualidad, como Nueva York en Europa, como el cine, como la eternidad.