Cuando la película comienza, ya todo ha terminado. O, mejor dicho, ya nada tiene arreglo. Son los años cuarenta en un pueblo de Japón y el señor Sugimoto (ese es su verdadero nombre, el otro, Shosuke Ohara, es un mote, el nombre de un borrachín legendario sacado de una vieja canción), hijo y nieto de terratenientes, gentes de posibles y de prestigio, lo que aquí habría sido un señorito, ya no tiene tantos posibles y el prestigio se le agota, pues se ha gastado todo lo heredado, y más. En beber. En hacer favores. En beber de nuevo celebrando los favores hechos.
Cuando la película comienza, ya nada tiene arreglo, y eso es una suerte, quizás no para el señor Sugimoto, eso ya lo veremos, pero sí para la película, le da una forma de libertad. Sabemos más o menos cómo va a acabar todo y lo que importa por ahora no es el final, sino los ratos a pasar mientras tanto, algo así como un vagabundeo de secuencia en secuencia, de problema en problema, de belleza en belleza. Un borrico por los caminos, unas elecciones a alcalde muy divertidas, unos niños subidos a un árbol, las alegrías del béisbol, un paseo bajo la lluvia, la mejor manera de esquivar a un acreedor, el truco infalible para ganar al go (que se parece mucho a la mejor manera de esquivar a un acreedor) y otras cosas y encuentros, a ratos tristes, a ratos divertidos...
Sí, esta es una de esas película perezosas pero divertidas pero tristes... Es todo eso y no es nada de eso. Cuando uno quiere colgarle una palabra, clavarla con un alfiler bajo una etiqueta, como una mariposa en un corcho, echa a volar y se escapa, imposible de clasificar, demasiado ocupada en revolotear, para acá, para allá, sin orden ni concierto, según sople el viento, según salga el sol o amenace lluvia.
Y lo mismo pasa con el señor Sugimoto, o con lo que nosotros pensamos de él ese hombre desarreglado, con el kimono medio abierto, mal afeitado, borrachín montado en su borriquín, que parece demasiado blando para enmendar la trayectoria de su propia vida, para cambiar el final de su propia película (aunque, aunque...), todo un experto en el arte de esquivar y aún así caerse, borrachín para lo bueno y para lo malo. Un hombre, en fin, que cuando ya no creemos en él va y hace algo bueno y cuando estamos dispuestos a quererlo sin condiciones va y hace algo que nos duele.
Cuando la película comienza, ya todo ha terminado y eso, decía, le da una forma de libertad, sí, y esa libertad es como si nos la diese también a nosotros, no diciéndonos qué debemos pensar, qué posición debemos tomar, dándonos la libertad de no estar seguros de nada, como aprendiendo todo el aire y el espacio que quedan entre un sí y un no, sin saber siquiera cual es el centro y cual la periferia, la historia importante y las secundarias. Es una película que olvida las jerarquías, donde el más bello movimiento de cámara, ya veréis, no quiero adelantaros nada, está dedicado al que parece el más secundario de los personajes, alguien que aparece en la película poco a poco, como desde el fondo, y que al final es, en cierto modo, el más bello, el único que de veras puede decidir qué hacer con su vida.
Hace falta, imagino, mucho arte o mucho amor, o de todo un poco, para lograr esta ligereza, para conseguir retratar la vida como con un gesto desenvuelto, como el señor Sugimoto hacía sus favores cuando tenía dinero, sin darle más importancia. Con la misma generosidad Shimizu inventa bellezas a cada plano, sin darse importancia, como compartiendo con nosotros su última botella. Y, al contrario que la fortuna de Sugimoto, la de Shimizu nunca se agota.
Este martes, vengan, de humor vagabundo y amigable, a las ocho, al cine-club de La Morada.