Su ritmo es de nuevo hormigueante y contagioso, hecho de la multiplicidad de pequeños encuentros y gestos, aun así codificados y no demasiado libres. Puede que sea la increíble prisa de toda su gente la que le da un tono un poco más oscuro a esta comedia. Nos preguntamos: ¿dónde va esta gente en sus ejercicios de actividad lust for life, quizá fuera de lugar en la ciudad-luz, simpática por una vez? Se trata de la mirada etnográfica agridulce de un forastero recién llegado, exigente porque también él tiene demasiada prisa en captar la pestilencia existencial, generosa y risible, de la vida de esta gran pequeña ciudad. Puede que sea por eso también que busca en las canciones francesas la entonación georgiana.
¿Y quiénes son estos favoritos de la luna de vaga inspiración shakesperiana? Salteadores, pero de nuevo nadie en particular, nadie que se sobreponga a los demás, ya sea por su notoriedad o su sutileza, como si todos ellos compartiesen por igual su pequeña dosis de asalto a la infelicidad ajena. En este serio frenesí casi no hay personajes felices, pero tal vez eso no sea importante. Nadie está a salvo de las desventuras por su carácter secundario. Ni siquiera la complicidad terrorista de la cofradía de los borrachos escapa a continuar ejerciendo su libertad en la prisión.
Se trata del frenesí de la transmisibilidad, accidental o no, seguramente desdibujada, de los objetos, pero también de los valores. Al tráfico de cosas, de influencias, todo y todos están sujetos o, por lo menos, se aprovechan de él. Las actividades de naturaleza especulativa se confunden con las confluencias sexuales o criminales en estas vidas, no protegidas por una jerga sentimental o emocional que las justificaría. Los diálogos están desperdigados, exceptuando las proclamas de los borrachos, las invectivas a los tropezones por la calle, o los divertidos y ensayados discursos de clase sobre la caza. Puede que Iosseliani se dé cuenta de cuánto se esconde uno en lo que dice sobre sí mismo.
La serie de consecuencias causales casi no existe, ya que lo que ocurre es más bien acompañamiento accidental de lo que ha pasado antes, pero a lo cual no se podría adjudicar la culpa. Nada parece inevitable, cada cosa en sí misma no tiene el carácter obligatorio de acontecimiento, pero está sujeta a todo tipo de desvíos. Como si perteneciera al dominio insuperable de las coincidencias: es el chino el que rompe la porcelana china. Y como si los personajes, unos más simpáticos que otros, e incluso los más malvados, fueran salvados, se volvieran casi graciosos, por este dominio de lo imponderable. Dimensión cómplice, a pesar de todo, del director, preso también él de una infinita compasión por el género humano, en la que la observación cuidada pero no acrítica de las existencias acaba por dispensar el juicio.
Vidas entonces como líneas que, cuando se diseñan con suficiente claridad en sus espirales, se muestran envueltas en otras líneas, también con sus piruetas arriesgadas o mortales, acabando por agotarse mutuamente en tales interferencias. Acompañadas por una sonrisa melancólica, sus contradicciones hacen su riqueza, ya que todo parece acabar en la basura, o mejor, en el aparentemente siempre retomado reciclaje de los objetos y, sobre todo, de los valores.
En mi ausencia, y con vuestro calor que sentiré de lejos, mañana, martes 11 de noviembre, a las ocho como siempre, pero ahora ya noche oscura del alma favorecida por la luna, en el cine-club de La Morada.