Las primeras imágenes sitúan al espectador a la salida de un colegio en un barrio de clase media de EE.UU. Gritos y carreras por escapar del edificio por parte de alumnos/as, chocan con el plano que presenta a Ed Avery (James Mason), profesor del centro, de espaldas, frotándose la nuca pendiente del reloj, que inmediatamente lo vemos salir para incorporarse a un segundo trabajo en una central de taxis. Pequeños ataques de asfixia y mareos se van sucediendo, causados aparentemente por la situación de estrés… La vida social de Ed está organizada en torno a sus colegas de trabajo, nada parece representar un problema, pero tampoco disparar la satisfacción.
— Son aburridos. — Dice Lou Avery (Barbara Rush), su mujer.
— Como nosotros. — Le responde Ed con total aceptación.
La mediocridad de Ed se ve sacudida cuando sus ataques alcanzan un punto crítico, la inflexión se da en el umbral de su casa donde queda inmóvil agarrado al timbre, zumbido que anuncia la incursión de los encantos de las drogas que le llevarán elevar sus miras, y es que una vez en el hospital, concluyen por diagnosticarle un problema arterial que si no es tratado, lo sentencia como máximo a un año de vida. El tratamiento en cuestión es la hormona cortisona, un esteroide que conlleva el riesgo de desencadenar psicosis. Paralelamente, la vigorexia encarnada en Wally Gibbs (Walter Matthau), profesor de gimnasia del colegio y amigo de Ed, un hombre que se alimenta de filetes y batidos de proteínas, se hace responsable de velar por su colega cuando empieza a perder el tacto social. Ed, crecido por la euforia que descubre con la nueva droga, rápidamente, deja de ser el tipo aburrido que él mismo reconocía ser y comienza a dar rienda suelta a sus ideales pedagógicos, convirtiéndose en una figura siniestra dentro su casa, donde el más perjudicado es su hijo Richie Avery (Christopher Olsen).