Okraina (Provincia, Boris Barnet, 1933) empieza ociosamente, al sol. Pero la sinfonía de patos, paseantes, acordeón, caballo que habla y sonrisa de Elena Kuzmina confirmando el mundo alrededor, la va a interrumpir el trabajo, que a su vez interrumpirá la huelga, que a su vez interrumpirá la guerra, la Gran Guerra. Y un pueblecito podrá vaciarse de sus jóvenes obreros y una amistad de años romperse en lo que dura la lectura de un periódico: la Historia haciendo y deshaciendo las historias. Poco a poco, plano a plano, el cineasta vengará a las historias de la Historia, y los gestos de la gente común irán amplificándose, resonarán más allá de quien los ofrece y de quien los recibe. En el frente, uno pierde el control sobre su destino o, en palabras prestadas, uno se pregunta todo el tiempo por dónde entrará la bala, y no hay muerte sensata. Esto comprende el chaval que conocíamos ya de imitar el sonido de una sirena de fábrica, flirtear mientras carga la policía y alistarse voluntariosamente, cuando su hermano se hace el muerto tras la explosión de un obús. Los demás soldados ríen a carcajadas, él no para de llorar. Comprende solo. La pluralidad emocional, casi insoportable aquí, es la invención (la forma) constante de una película atenta al despiste, a lo que duele y a la alegría en mitad de lo que duele. Al horror de las trincheras y al amor como derecho a la cotidianidad. Así, en la retaguardia, algunos se acercarán en lugar de tomar distancia, verán un zapatero donde otros ven un alemán. Yo, zapatero ruso o hija de zapatero ruso, te llamo "zapatero" y no "alemán" porque reconozco en ti a un igual. Y el frente se contagiará del movimiento de la retaguardia, movimiento hacia la revolución. Y en el cine-club de La Morada, hoy martes a partir de las ocho de la tarde, quizá quepa pensar la sonrisa irrecuperable de Elena Kuzmina, cómo quienes quisieron preparar el camino para la amabilidad no pudieron, finalmente, ser amables.
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