Principios del siglo XX. Un ciclón arranca a un niño de su habitación, lo saca por la ventana y lo lleva volando varias calles. Se llama Joseph Francis Keaton, pero Houdini, el mago, ya le ha dado el apodo “Buster”. A Buster no le pasa nada más que el susto, quizás porque apenas nació ya estaba aprendiendo junto a sus padres el arte de caer, recorriendo el país de escenario en escenario.
Pasan los años. 1928. Es un año ventoso en Hollywood. Lillian Gish, la frágil chica del Este, sobrevive en el Oeste y aprende a luchar contra, o con, el viento incesante del desierto, un viento que lo mismo vuelve loco que hace, quizás, justicia. Eso lo vimos la semana pasada.
Ese mismo año, 1928, Buster Keaton, un chico del Este no tan frágil como parece o como él mismo cree, lucha también contra un vendaval, entre casas y árboles que vuelan, y también lucha, ya puestos, por ganarse el aprecio de su padre, el fortachón Steamboat Bill Sr y, como casi siempre, por ganarse el amor de una chica. Eso lo veremos esta semana.
Es una película con barcos de vapor de esos que subían y bajaban el Mississippi, como en Huckleberry Finn, y es también una película donde Keaton sigue practicando el arte de volar y de despatarrarse por los suelos. La práctica hace la perfección y al cabo de treinta años Keaton ya tiene muy perfeccionado el arte de caer y hacer reír sin reírse él mismo, aunque también es cierto que a veces sus gags son tan bonitos, o tan perfectos, que a uno se le olvida reír y le entran ganas, más bien, de llorar o de saltar, de aplaudir o de echar a correr, de caerse y volver a levantarse y volver a caerse, tranquilamente, por pura felicidad.
Este martes, a las ocho, en el cine-club de La Morada, soplará el viento, soplará. Volarán árboles. Volarán casas. Caerá Keaton. Y se levantará.