“La presencia de cuarenta técnicos esperando pacientemente a que un perro se digne a aliviarse contra un farol me confiere grandes responsabilidades financieras.”
¿Imagináis, allí, cuarenta técnicos y una cámara y siete perros y todos esperando a que uno de los perros, el que fuese, levantase la pata? Qué extraño Tati ¿no? Qué anomalía más bella: durante unos años el más experimental de los cineastas, aquel que inventaba una mirada nueva, era también uno de los más exitosos y hasta ganaba premios de esos que dan en Hollywood, y gracias a ello podía tener allí a cuarenta técnicos esperando a un perro.
Al salir a la calle, ya de noche, tras terminar Mi tío y haber hablado de ella, sentiréis la tentación de caminar de una extraña manera, con el tronco inclinado hacia delante, como a punto de caeros, como si cada paso sirviese para retrasar una caída inevitable pero que nunca llega. Os asombrará el ser capaces de manteneros en pie. Os hará, quizás, reír.
También puede suceder que veáis caras en las fachadas y que la ventanas os parezcan ojos, que volváis a poner en su sitio ladrillos caídos, siempre y cuando no sirvan para nada, que os alegréis de haber venido en bici o lamentéis no haberlo hecho, que añoréis los perros de Atenas o de la infancia, que volváis a casa como una cuba y en un carromato o que con una ventana y un rayo de sol hagáis cantar a los pájaros... Pueden suceder tantas cosas...
Y sobre todo puede suceder que no oigáis ya el mundo como lo oíais. Escuchad el sonido de la ciudad y de la fábrica, los pops, los dongs y demás dings, no se puede, no, oír ni ver ni andar de la misma manera tras ver una película de Tati, su mirada es contagiosa y de la felicidad no tendremos ya una imagen convenida, como la de Iván corriendo en la playa o volando, no tendremos, no, una imagen, sino una práctica, un ritmo. Y en realidad todo esto es cuestión de instantes, de gags, de detalles, todo esto es una comedia, experimental y contagiosa, como todas las comedias. Y si os queda alguna duda: allí veréis, sin entrar en ella, la casa más bonita del cine.
El próximo martes, instante a instante, escalón a escalón, desvío a desvío, a las ocho, en la Morada, Mi tío, Jacques Tati, 1958.
“Tati inventó el sonido moderno en el cine. Como se dice en estos casos: todos, siempre, le deberán todo. Lo hizo siguiendo su genio cómico, haciendo reír. No le bastaba con ser un clown genial, con saber mimar el tenis, el tráfico automóvil o la angustia del portero en el momento del penalti, tenía que hacer de una película una creación completa. Un autor, si es que la palabra tiene un sentido. Todo el mundo recuerda el sonido de una puerta en Hulot, de un insecto en Jour de fête, de una pelota de ping-pong que dobla el ruido de unos pasos en Playtime. No necesitaba para esto descomponer la película en penosas etapas (guión, diálogos, puesta en escena, música), todo le venía de una vez. Y después se ponía a trabajar.
El único, desde Keaton, en haber conseguido hacer reír a la mayoría con el espectáculo de las cosas descomponiéndose. El análisis como producto de una furiosa síntesis.
Tenía para ello necesidad de la inteligencia del público, como un trapecista necesita la red. Porque no contaba realmente historias, lanzaba sondas de etnólogo guasón en la sociedad francesa, la única que le interesaba, hasta tal punto formaba parte de ella, viéndola como una tribu simpática pero en perpetuo devenir. Hubo un momento en que en vez de gestionar la imagen de un Hulot convertido en un pachorrón, abandonó a su doble, hizo de él una cita viviente, el patrón discreto de un pequeño mundo, el observador mejor situado en sus metamorfosis. Porque sus ataques contra el mundo moderno y el conservadurismo estrecho de sus palabras no deben ocultar el hecho de que este mundo moderno lo filmó mejor que nadie. Mejor: en parte lo inventó. Un gran designer.
Cada generación de pequeños franceses desde la guerra ha crecido entre dos metamorfosis de Tati. En lugar de decir tontamente nací tal o tal año, habría que decir: nací entre Jour de fête y Hulot, entre Hulot y Mon oncle, entre Mon oncle y Playtime. Tras Playtime. Él, de todos modos, estaba sólo.”
Serge Daney, Libération, 6 de noviembre de 1982