Allí habló el infante Arnaldos
bien oiréis lo que dirá
"Por tu vida el marinero
dígasme ahora ese cantar"
Respondiole el marinero
tal respuesta le fue a dar
"Yo no digo mi canción
sino a quien conmigo va"
Cuento de invierno era, ya lo dice el título, un cuento. Al cabo llega un final feliz, ya sea príncipe, marinero o cocinero A la fidelidad a sí misma de Félicie el destino o el azar le deparan su recompensa.
Gertrud no es un cuento. Es, quizás, teatro. Gertrud es tan fiel a sí misma, tan fiel a su idea del amor, como lo era Félicie. O más. Gertrud arde como el fuego blanco de sus imágenes.
A su alrededor tres hombres (¿o serán cuatro?). Poeta, político, músico.¿Podrá alguno ser príncipe, marinero o pastor? En cierto modo una pregunta que eludía Rohmer. ¿Era la visión de Félicie compartida por Charles, su príncipe cocinero? ¿Era Charles otra Félicie?
Gertrud es dura, es exigente. La mujer y la película. Gertrud, en su día, años 60, no fue vista. O apenas. Sus espectadores no fueron ni príncipe ni marinero ni cocinero. Bueno, algunos lo fueron.
Gertrud, mujer y película, son exigentes. Nosotros miramos la película, sin duda. Pero, y esto es más inquietante, a su vez la película nos mira. Sí, las películas nos miran. Las películas nos preguntan. ¿Quién eres tú respecto a esto que te cuento? ¿Cuál es tu vida?
En Cuento de invierno Loïc no veía la obra de Shakespeare. No la veía como Félicie. Para él era eso, una obra. Del otro lado de la ficción. Alta cultura. Félicie sí la veía. La obra de Shakespeare era, también, su vida. La obra de Shakespeare, en cierto modo, la miraba. Le preguntaba por su fe. Y a su vez la película nos miraba, preguntándonos por la nuestra. Según entendiésemos el final de la película podíamos aprender un poco de nosotros mismos.
Gertrud nos pregunta por nuestra vida. Nos lo pregunta con una extraña violencia. Una violencia amable, suave, pero desnuda. No veremos aquí la peluquería y los autobuses de Cuento de invierno. No veremos, por así decir, la realidad, o la veremos tan desnuda que apenas la reconoceremos.
Una sensualidad dilatada, dolorosa, que en nuestras manos se deshace en polvo gris. Voces que flotan, palabras que tardan una eternidad en llegar de un corazón a otro, pero que hieren con la rapidez del rayo. Un hombre que llora. Un tapiz donde unos perros asaltan a una mujer desnuda. Un pianista ciego a su propia vida. Unos versos escritos en la juventud que en la vejez todavía marcan el camino. Una amistad.
Y al final habrá, quizás, como en Cuento de invierno, un final feliz. Sí, el final de Gertrud es feliz. Pero una felicidad sin cocinero, de una blancura casi cegadora. Una felicidad en la que, quizás, no podamos acompañar a Gertrud. Eso nos pregunta la película. ¿Hasta donde llegaremos con Gertrud?
Las paredes desnudas de Gertrud
sobre las paredes floreadas de la Morada,
el próximo martes a las ocho.
“Una vez vi a un hombre llorar en una película. Una vez solamente, y digo bien llorar. Sucedió un miércoles de diciembre de 1964, una hora después del comienzo de la primera sesión pública de Gertrud, película danesa (y enseguida condenada) de Carl Theodor Dreyer. El que lloraba, Gabriel Lidman (de condición poeta) estaba ahí, en frac, bien puesto, sentado en un sofá a la derecha de Gertrud (a la izquierda para nosotros) e iba haciendo frases sobre su desgracia (haber sido abandonado por Gertrud, hacía tiempo, y seguir sin comprender el porqué). Y entonces hubo un silencio curioso, las palabras ya no llegan, el rostro desnudo ahora convulso, la boca se pliega en un rictus feo, la nariz sorbe en vano, los ojos se empañan y el hombre lloriquea de dolor. La posición sentada se le hace insoportable al poeta, que gira su cuerpo torpe hacia el brazo del sofá y, como puede, llora. La mujer le dice amablemente: “ Te tomas todo esto demasiado en serio, Gabriel.” Es un gran momento de cine.
(...)
En Gertrud todo está dado en un mismo gesto. La velocidad y la lentitud, por ejemplo. ¿Lenta, Gertrud? Pero una palabra, un carraspeo, una melodía, bastan para precipitar uno, dos o tres destinos. ¿Rápida, Gertrud? Pero un sollozo, una palabra, una mirada, pueden tardar una eternidad en llegar o en posarse. ¿Acelerado o ralentizado, Gabriel Lidman llorando su suerte? Las dos, y es eso lo que es bello.”
Serge Daney.